En un mundo atestado y prolífico hemos de aumentar de tamaño, agrandarnos, para vernos bien y entendernos.
Somos solitarias figuras en unos planos o en marcos urbanos, de seguir las realizaciones del pensamiento borofskiano, artista norteamericano, o somos seres sin pertrechar en un entorno no por familiar menos alienante.
La mirada no se queda detenida en la obra, simplemente la penetra porque sabe que las circunstancias de la misma no vienen detrás sino que se albergan en ella.
Por encima están los hechos de esa ascensión, por debajo es su representación la que los engloba en una idiosincrasia visual que imparte hábitos de ver y mirar.
Siempre hay un movimiento que desvela longitudes y dimensiones, recorridos e itinerarios. Guardan silencio para concentrarse en lo externo y articular el tratamiento que un iconoclasta les daría. Desnudos o vestidos, no tienen ni idea del recato o impudor, viven para otros designios que ponen a disposición del espectador.
Y estas fuerzas vitales sueltas, vagando sin cesar, se descomponen, y una epidemia de angustia parece envolver el mundo como una niebla espesa y extrañamente blanquecina (Alberto Vigil-Escalera).