Mantiene Jean-Philippe Domecq que cada uno provoca, cuando va en búsqueda del arte, un planteamiento en cada obra de cuestiones existenciales (desde la alegoría hasta la angustia, desde la reflexión hasta la visión, el placer, el pensamiento).
Pues entonces lo de la estadounidense BENGLIS es una grandiosidad atormentada y aterradora, que se jacta de hallar la raíz de nuestro pánico, el que creemos tan bien guardado, a salvo de pesadillas y formas espantosas.
¿Pero cómo surgen tales masas informes, esas sustancias enormes deshilachadas y con sus propias sombras? ¿Estamos en territorios desconocidos en los que la mirada es un factor de riesgo? ¿Es esa falta de referencia, aunque sea remota, de algo conocido lo que nos da miedo?
Basta la contundencia de esa presencia física para impedir la huida, el soslayar su comparecencia, que se impone como un relato que nunca podemos dejar de lado.
La representación, gracias a esa hibridación de materia, es fuerza, amenaza y una nueva concepción telúrica. Y el absoluto de su visibilidad agita angustias y entendimientos. Mirar la magnitud de estas “cosas” o “seres”, que a lo mejor su finalidad era la de constituir simples llenos para cubrir vacíos, pone en entredicho lo que hasta ahora considerábamos nuestros bases de datos estéticos, nos hace perder sentido de la dirección en ese campo. Pero si nos sentimos confundidos no dejamos también de preguntarnos por la plástica de nuestro asombro.
He superado todos los estadios donde el hombre puede aún encontrar una razón para vivir (Giuseppe Ungaretti).
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