Hasta ahora, en mi trabajo, la contemplación había residido en un conciliábulo de formas que se engendraban a sí mismas. Pero llegó un momento en que la acción barruntaba la plasmación de cuerpos como sendas emotivas y vitales.
En tal caso, lo que decía Edward Dahlberg es verdad, en el sentido de que cuando la emoción ha sido crucificada, la razón renuncia a su aliento vital fantasmagórico y sin rumbo.
Es por eso por lo que retomé el espíritu de la pintura, como una nueva fecundación del hálito existencial grabado en los cuerpos, en el mío y en el de esas mujeres que en su desnudez, reposada o en movimiento, están repensándose desde unos sentimientos de placer, sueño o auto observación.
Sobre el israelí ARIKHA se hizo visible y audible la angustia, el sufrimiento y la zozobra, elementos que confluyen en su plástica, haciéndose una realidad que de tan escueta se hace universal.
Del mutismo inicial de esos troncos, surgen innumerables ramas que se asientan en cada poro, en cada pincelada, en la arquitectura final de una sensación visual que embiste la mirada, la hace más larga, más interna y más nublada.
Nos pesan tantas pérdidas, el no tener que ver, la sordera de tanto oír, hasta que nos observamos porque para eso está el artista. Para entonces ¿qué sentido tiene escapar? Los autorretratos hablan por debajo de la piel y de la insuficiencia de la nada.
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