Decía el clarividente y tramposo Marcel Duchamp que el artista que consuma el acto creador no es el único pues el espectador establece el contacto de la obra con el mundo exterior, descifrando e interpretando sus profundas calificaciones para añadir entonces su propia contribución al proceso creativo.
Sin embargo, en lo que se refiere a la artista de Bermudas ANTONI no es cierto, porque, cuando acampamos nos dejó sin enviar el mensaje, permitió que la vaca se lo comiera después del baño y se llevara el móvil. Mantuvo la tesis de que tal jeroglífico nos haría inencontrables, ya que interpretarlo les llevaría destruir lo mejor de la época dorada. Y es que el centro, donde estamos, es ahora un no-lugar en el que pueden entrar en juego numerosos signos y presencias a condición de que no se espere de ellos ni ideas esenciales ni principios intocables (María Bolaños).
De estos perfomances no mendigo la espera ni la desesperación. El espectáculo es un fallo contra cualquier sentencia, y mientras miro me noto llegando abajo, a celebrarlo con los jubos, las culebritas ciegas, los chipojos, las bayoyas, los manatíes, las jutías, los bibijaguas y los coyuyos.
Hay que dejarse llevar entonces por la teoría del solipsismo, por los materiales utilizados y su voluntad propia; no ser significado, sólo significante; nada de criaturas, únicamente la catarsis, sea animal, vegetal o mineral.
A su terminación desaparecieron presencias, signos, ideas, conceptos; aparecieron adioses, salidas, renuncias, urgencias y desconciertos. Todo un poema.
«El Ventolín» me trae al Malecón el adiós de los muertos lejanos, remotos, no en vano habita en la región del fuego y por la noche flota en el espacio. Pero no los quiero, que los devuelva.