El etnocentrismo está desnudo si prescinde de lo periférico, de su cultura y de su saber, de su arte. Porque lo que empezó siendo un fetichismo ritual de invocación hoy es una manifestación estética de lo totémico y cósmico. Esas cabezas, talladas y coloreadas por Amidou, artista de Benin, poseen la magia inconfundible de una visión contextualizada, que ha depurado siglos de existencia. Cubren los horizontes de un continente, la vida simbólica y alegórica de todos lo que lo habitan y lo constituyen.
Estatuillas, máscaras, amuletos, talismanes marcan y señalan el regocijo plástico de un mundo viejo, exponente de luz y de color. Sus creaciones se disfrazan de lo que son, aunque sea un compendio que se agite sobre las testuces y quede labrado en ellas.
¡Cuántas de estas imaginerías no han sido fuente de inspiración para nuestros anquilosados logos! Y lo siguen siendo debido a su determinación conceptual, a sus metamorfosis que no cesan de deparar otros diálogos con la forma, otro enfoque de lo que multiculturalmente es posible, incluso un mestizaje que incite a la dicción artística a nuevas eclosiones.
«El Agoiro» se nos aparece en El Malecón para predecirnos el futuro. Hasta las olas dejan de oírse. Nos dijo a Humberto, a Felipe y a mí que nos íbamos a morir. Sólo eso. Le despedimos con un vaso de ron y su retrato bañado en sal. Con tal vaticinio nos podíamos dar con un canto en los dientes.