Escribía O.Rank que el artista engendra su obra en los dolores femeninos de la creación, mediante actos de generación repetidos sin cesar, y, en ella, se engendra también a sí mismo. ROCÍO, esta joven pintora madrileña, cae en ese abismo al expresar una imagen que cubre su vacío con la perfección de un significante/significado que es su propia encarnación de cuál es la existencia y el tono en el que debe discurrir.
Sorprende su madurez y autenticidad, su transparencia y convicción de que el enunciado es ya una acumulación de un hondo y plural significar. Restablece la condición de la pintura en ese iconicidad plena de simbolismo, de recuperación de un lenguaje que nos lleva a ver e imaginar a través de la figura, a ir con ella más allá de ella, a una ficción que sin esa plástica no sería posible. Para ella, tal como escribió Zola, el pensamiento es pensamiento del todo el cuerpo. No hay miembros privilegiados. En esa integridad radica la conciencia de su condición de creadora con vocación hacia lo absoluto.
El fondo/espacio adamascado juega con el impacto de transparencia, quiere modificar el sino de lo representado, metamorfosearlo en un deseo en el que quepa una razón de ser del color y de su filigrana, en una efecto decorativo que contraste con la supuración de la realidad que ha tomado la decisión de no reducir el momento de lo imperdurable que queda en el soporte y no se haga trizas con la lenta parsimonia del desvivir.
La tierra cava la verdad más viva
y va dejando su mortal costumbre.
(Leopoldo de Luis).
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