Me levanto con el insomnio a cuestas y apenas escucho lo que me dicen mis ancestros desde sus marcos suntuosos como corresponde a una elegante mansión burguesa. Mi mujer anfibia y sofisticada hace sus ejercicios y mis tres hijos, grandes eminencias, han concentrado toda su anatomía en sus cabezas, mientras mi padre, sentado en la cocina, espera que dos grandes atunes suspendidos se despidan después de un intenso diálogo.
Los principios de realidad e irrealidad se funden y confunden, se empatan sin perder su sentido del humor, que les sirve para desarrollar una obra conjurada en que lo utópico (ya se refiera o no al reino de Utopía que tenía a Badebec como hija del rey, a Gargantúa como su esposo y a Pantagruel como su hijo) o lo visionario se hace posible con la contribución nuestra de un imaginario resolutorio y abierto, pues las resignificaciones que asume cada una…
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