Despertaba el día y la lisura era un patrón de predominio en los callejones más angostos. Después, al transcurrir la mañana, la lucha eterna para salvar la sangre sumaba una arruga tras otra en la faz de Goya, en las paredes de Madrid, en las almas de los caídos.
El fulgor níveo quedaba tallado en cada pliegue. Y en medio de todos ellos aparecen sombras, las figuras más accesibles a la experiencia (Jung), las que encarnan una realidad, rostros desconocidos, cuya esencia permanece inalterable. Es la ofrenda goyesca en la configuración que el español ARCE hace de ella en un marco escenográfico en el que realiza la confluencia de la luz, la negrura, el sentido visionario, el perímetro acorralado, el paso del tiempo, la muerte y el sueño de la razón.
No es una propuesta de maquillaje, ni siquiera de especulación, sobre la magnitud de otra obra, sino la desembocadura…
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