Cuba es capaz de todo, de mezclar con solvencia continentes, culturas, iconografías, mixtificarlas, depurarlas, interpretarlas y al final imprimirles sus lenguajes y concepciones caribeñas, sus compases, sus experiencias y su creatividad mulata y vivificadora.
En el caso de la obra del cubano WILLIAM HERNÁNDEZ es como si nos situásemos ante un anacronismo que se presenta ahora, en este momento, ante nuestros ojos, con otra dimensión, la de producirse en una isla que lo absorbe y le da otro color y otra conjugación, que enlaza tradición clásica, sueño y preguntas sin respuestas.
Su ejecución es limpia, poderosa, idealista con retranca, como una gran pátina cromática y una figuración que emplea hábilmente distintos recursos y configuraciones. Y en definitiva no nos diluye ese sabor extraño al contemplarla.
Quién sabe qué nos dijo, qué esperanza tenía,
y si a pesar de todo aún podemos
gracias a él, en los días de lluvia
cuando…
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