GUILLERMO SIMON

Hoy, a la madrugada, mi amigo Humberto y yo anduvimos lo desandado ayer y nos acodamos en el malecón, eterno confidente de murmullos, hambres y amores confinados.

Y hablando del pintor asturiano, Guillermo Simón, entre último trago de ron y eterno comienzo del penúltimo, nos preguntamos cómo pintaría él este mar que siempre transforma el tiempo de esta isla en una narración permanente.

Guillermo, pintor de mares ocultos, de simas en constante renacer, conoce muy bien los piélagos del norte ibérico, pues se ha emparejado con ellos y ha atisbado sus misterios más secretos.

Pero el Caribe guarda tanta vida como muerte, tanta hospitalidad como traición, tanto azul como rojo. Hay que adentrarse demasiado en él para absorber su sufrimiento pero también su canto y su baile, porque es un mar que baila, sufre y se desangra. Su fondo rebosa osamentas y carnes llenas de sirenas morenas hartas de devorar después de tanto acariciar.

Y nos lo preguntamos hasta que las náyades mestizas aliviaron nuestro rumbo de vuelta, que se hizo demasiado largo a través de una sombra de cañas sin ron.

MIRADAS

Ante este cuadro, «Trampa de luz», de la pintora mejicana Verónica Elías Arriaga, me asaltó la idea de que hay dos miradas, como mínimo, que se desatan en nuestros ojos en presencia de una obra de arte.

La mirada exterior es la que viaja y nos conduce por los recovecos de la forma, por sus detalles, analogías, por el proyecto que se perfila en la textura, en el entramado del color, en la imagen que hacía visible la estructura compositiva y su organización. Es decir, en todo aquello que marcaba la comunicación que quería establecer.

Sin embargo, existe una mirada interior que simultáneamente se desprende de nuestra retina, penetra en el recinto físico del lienzo y se coloca en el punto central -en este caso- en que se divide la tela. Desde ahí esa mirada se convierte en ficción, desencadena pensamientos, evocaciones, percepciones que configuran una historia y hasta un destino. Una ensoñación que se narra a sí misma y a nosotros con ella.

Son múltiples los signos y distintas las tesituras que convergen en la magia de una representación y es de esperar que seamos capaces de verlos todos.

Al final, a mi amigo Humberto y a mí las dos miradas nos hacen despertar, y él me dice, rodeados por las niñas rumberas que desaliñan la madrugada en el malecón, que se acabaron las súplicas de sus bailes para perdernos en más historias. Y sin ron volvimos una mañana más a desandar un camino que ni siquiera el alba habitaba.

AUGURIOS

Mi amigo Humberto está preocupado y meditabundo, no ve como afrontar un futuro a partir de una edad que menoscaba, limita y cierra horizontes.


Yo le he dicho que Bellini, Ticiano, Hals, Guardi, Corot, Ingres, Monet, Renoir, Cézanne y Bonnard alcanzaron la cima a partir de los 60 años. No perdieron ni el instinto ni la sabiduría necesarios para captar un presente renovado y augurar un futuro entrevisto. Es una obra abierta, en constante evolución y transformación, que se alimenta con la fisonomía interior y exterior del entorno, con la ficción de lo que se ve en su perenne metamorfosis.


Bonnard escribe a los 66 años:

«Creo que cuando se es joven, el objeto, el mundo exterior es lo que entusiasma; uno se deja llevar. Más tarde es interior, la necesidad de expresar su emoción impulsa al pintor a elegir tal o cual punto de partida, tal o cual forma».


Goya tenía 66 años cuando, en 1.810, comenzó a grabar las 85 planchas de «Los desastres de la guerra». A los 70 años pintó «La carga de los mamelucos» y «Los fusilamientos». Baudelaire comenta que al final de su carrera, los ojos de Goya se habían debilitado tanto que, según dicen, había que afilarle los lápices. Y sin embargo, aún en esa época, hizo importantes litografías.


En definitiva, hay una obra siempre por hacer, por terminar, por darla por concluyente, cuando, por el contrario, al final, siempre está incompleta, no satisface, es el presentimiento del inicio de otra nueva que estaba latente. Es un proceso que sólo tiene fin con la desaparición o la total incapacidad del artista.


Mi amigo Humberto, a pesar de lo dicho, desconfía de sus fuerzas, del ánimo de su mano manca, de la cojera bailona que arrastra, del sol que quema en un malecón convexo de hipérboles morenas y labios rotundos.

La sed de ron nos dejó con augurios de habitantes que nunca salen de la penumbra.


SUDARIO

Este lienzo, «Genio y Figura», de mi amigo Humberto Viñas, pintor cubano con el que comparto memorias de ron en un malecón que ya dejó de ser pasto del tiempo, me acompaña como un sudario hasta mi último trance.

Y cuando mis cenizas sean depositadas en el cofre de madera que después surcará un mar prieto y carnal, esta tela recuperará vida para dejar testimonio de una finitud agónica, una edad desposeída, un existir con remiendos y un rumbo desconcertado.

Un ser de ojos a punto de cerrarse, con un corazón en tránsito de caerse y una virilidad en parihuelas, conforma una imagen que no puede quedar registrada en ninguna cámara, sólo un pintor la puede captar, pues es la angustia de mirar hacia lo alto sin la esperanza de otro destino.

El colofón lo pone la ninfa oscura que, al haberlo encontrado, vierte el contenido del cofre en su vientre, echada en la orilla, y al tocarlo y acariciarlo ya no podrá dejar de soñar.

VER

Antes que cualquier efecto o impacto -ya sea emoción o sentimiento- que la obra de arte haga repercutir en nosotros, los espectadores, nos cala la duda sobre nuestra capacidad perceptiva y la forma en que se ha originado y sobrevenido.

Es una disquisición que relaciono con el núcleo básico del arte: su potencial de representación, ya sea de objetos externos, ya de fenómenos mentales o internos. Partimos de la base errónea de que esta cuestión ya ha sido debatida, resuelta y superada, cuando no es así. Y no es así porque hay un déficit de ver, nuestra mirada sigue padeciendo carencias y continúa sin saber desentrañar el misterio y la magia que existen y se muestran en esa representación, es decir, que en la mayoría de los casos sigue estando miope.

Por lo tanto, hay que incentivar y estimular el esfuerzo para que nuestra capacidad perceptiva prosiga su formación, evolución y fortalecimiento, con vistas a ir descifrando esas claves sutiles inherentes a la naturaleza del arte que nos harán apreciarlo cada vez más y que nos inducirán a un reconocimiento de su originalidad, de su calidad de manifestación irrepetible.

Este lienzo, «Aroma ligado a la ausencia», de la mejicana Rocamora Ramírez Ocampo, postula la necesidad de esa aptitud a fin de poder valorar todo su caudal plástico.

En resumen, se ha pasado la noche en este discurrir y no pensar, en este malecón sediento, y todavía Humberto y yo estamos, al alba, sufriendo sin ron que un sol mestizo castigue a la mirada sin ver. Y ciegos y renqueantes buscamos la penumbra.

TEORIAS

A propósito de esta obra, «Invitación a la batalla», del artista colombiano Javier Bossa, me he planteado cómo reconozco una obra de arte o lo que yo considero que es un objeto artístico. Este empeño me ha llevado a reflexiones y conclusiones como las siguientes:


– No lo es en virtud de la actividad o de la forma en que se practica.


– Tampoco lo es por corresponder a una acción intencional, ni a un motivo, ni a un fin.


– Ni siquiera exclusivamente porque haya una tematización.


– Menos aún si conjuntamente se da el descubrimiento de una imagen y de su representación.


– También debe rechazarse si de lo que se trata es de que únicamente esté provista de cierto significado o un contenido o de un lenguaje.


– Y ha de desestimarse que lo es cuando responde exclusivamente a unos cánones, códigos, normas o convenciones.


Lo cierto y verdad es que he adoptado a mi modo la teoría institucional, que es la más aceptada y practicada interesadamente por lo que controlan este mercado, por la que la obra de arte sólo lo es en la medida en que yo le confiero ese reconocimiento. Y, por lo tanto, todo espectador tiene perfecto derecho -y así lo está llevando a efecto- a orientarse por sus propias hipótesis, creencias, criterios o inclinaciones en materia de arte.


Esta proposición es tan discutible como cualquiera de las descartadas más arriba y precisamente, dada esa incertidumbre, tan válida y útil como ellas.


En definitiva, construyamos nuestro imaginario bajo nuestras propias premisas y dejemos que el malecón habanero detenga la multitud de teorías que nos invaden. Y si algunas, debido a los grandes oleajes, rebasan el muro, tendremos que invitarlas a brindar con un vaso de ron.

DECADENCIA

Después de estar de lazarillo de la mano de mi amigo Humberto toda la noche en su taller, escasa pitanza pictórica obtuvimos. Cuatro trazos, cinco pinceladas, texturas fosilizadas, tramas con telarañas anónimas. En definitiva, las formas se nos escaparon, volaron o se diluyeron en el cáliz nocturno.


Ya al filo del amanecer nos pusimos en camino hacia el malecón y entre ron y ron meditamos sobre la decadencia que tan ingratamente se había mudado a su retina y a su delirante mente. Pero entonces recordé aquellas palabras de Thomas Mann:


«Decadencia también puede significar depuración, profundidad, ennoblecimiento; no tiene por qué tener relación con muerte y ocaso, sino que puede ser elevación, exaltación, perfeccionamiento de la vida».


Y esa evocación nos reconfortó tanto que lo celebramos con otro ron del oriente, mientras las peligrosas ondinas de piel chocolate nos intimidaban con aquellas caderas capaces de hacer exhalar un último suspiro a un difunto secular.


Por lo tanto, nos quedaban nuevas realidades que desentrañar, reflejar y desarrollar, pues hace falta, como apuntaba Bertolt Brecht, combatir las falsas innovaciones en unos momentos en los que se trata ante todo de que el hombre se limpie la arena que le han echado en los ojos.


Bien es verdad que mi labor de lazarillo sin paga en la creación de esta obra cumbre de la decadencia me libraba de ocasos borrascosos y níveas giselas de luna. Pero Humberto no se escapaba y había de pasarse el día debajo de la cama pidiendo perdón a una hada para evitar que lo convirtiese en culebra cetrina.

Cuando, después, volvíamos a estar juntos me decía: no hay mejor pincel que una piel que te habla y suspira.

MADRID ART

Ayer por la mañana visité el Madrid Art en la Casa de Campo. Fueron más de tres horas que resultaron extenuantes y agotadoras, porque además, aunque la afluencia no era demasiada, nunca consigues el reposo necesario para que la mirada capte toda la intensidad de lo que se ofrece.


Los abstractos y los matéricos corrían unos en pos de otros tal si se tratase de una carrera de galgos. Ràfols-Casamada, Angel Haro, Carlos García Angulo, Feito (esa competiviva lid entre el negro y el rojo, nuestros colores emblemáticos), Tápies, Saura (éste es algo mucho más hondo), Antonio Suárez, Esteban Vicente, José Guerrero, Canogar, José Manuel Ciria, Josep Guinovart, Alberto Reguera, Uiso Alemany, Antonio Bujalance (todo un descubrimiento por esas maravillosas y prodigiosas vistas desde el espacio; una geografía que hace al vértigo atractivo), Viola, Rudy Lanjouw, etc.

Capítulo aparte merecen Miró, ya muy visto y frecuentado, Barjola, Clavé, Agustín Ubeda y Manolo Valdés.

De Barceló se exponía uno de los cuadros más grandes pero no de los más significativos de su obra. Creo que su precio rondaba los tres millones de euros.

El alemás Stefan Hoenerloh hacía una propuesta de geografía urbana ensimismada en su propia soledad y decrepitud que ensombrecía la visión. Juan Genovés incitaba a adentrarte en un mundo en perpetuo movimiento, sin destino fijo, que a modo de tesis planteaba como una respuesta con incógnita.

Y cómo no, Gordillo, Fernando Botero y Karel Appel, sin olvidarnos de Pedro Txillida y Bonifacio.

Pero al final debo dejar constancia de una obra que impregnó mi imaginario, tan poblado de memorias de ultratumba, como fue la del pintor portugués Antonio Macedo, alegoría del hombre que se retrata sí mismo en un cementerio de huesos. Sólo le faltaba la botella de ron y un malecón para para bañarlos.

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